En 1832, William Forster Lloyd, un economista político de la Universidad de Oxford, al observar el desgaste de los pastos de un terreno privado comprado en común entre varios campesinos, se preguntó por qué el ganado estaba a mal traer y el césped tan desgastado y dañado.
Por Pablo Lobos
Director sindical y gremial
La respuesta que Lloyd asumió fue que cada campesino se guiaba por su propio interés. Cuando uno de ellos decide traer una vaca extra al campo porque necesita el dinero, aunque sabe que no es bueno para el suelo, piensa que ni se va a sentir en un terreno tan grande.
Pero la pérdida incurrida al sobrecargar el pasto es “común” para todos los campesinos. Debido a que la ganancia privada excede su parte de la pérdida común, lleva una vaca más. Y luego otra y otra y otra. Él gana dinero, pero son todos los que pagan el desgaste de la tierra. “Ese no es mi problema”, dice el campesino.
Él no es el único pensando así: razonando de la misma manera, también lo hacen todos los demás campesinos. Todos y cada uno de ellos comienzan a llevar ganado extra al terreno para su beneficio personal y detrimento colectivo. Finalmente, la propiedad común se arruina. Una tragedia.
Así fue como la definió el biólogo y ecologista Garrett Hardin (1974) más de un siglo después en un ensayo publicado en la revista Science. En “La tragedia de los comunes” Hardin explicaba que “la ruina es el destino hacia el cual todos los hombres se apresuran, cada uno persiguiendo su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad en un bien de uso común trae la ruina a todos”.
Este problema permite explicar una serie de fenómenos cuando muchos individuos comparten un recurso limitado que enfrentan el interés personal a corto plazo contra el bien común y terminan mal para todos en el largo plazo, resultando en una serie de problemas ambientales y sociales. El aspecto clave de la tragedia de los comunes es que le permite a un individuo beneficiarse a sí mismo mientras reparte los efectos negativos sobre el resto de la población.
Un caso que podemos analizar bajo este prisma es lo que ocurre con el fenómeno de la conmutación laboral en la gran minería. Este fenómeno relativamente reciente en el mercado laboral chileno afecta con mayor intensidad a las regiones nortinas, donde las actividades extractivas pesan más sobre su producción. Estas actividades dan origen al fenómeno, ya que las mismas tienden a localizarse en zonas geográficas alejadas de los grandes núcleos urbanos, que son precisamente donde reside la mano de obra, facilitando esta situación la movilidad laboral a fin de obtener el factor trabajo necesario para la producción (Pérez Trujillo, 2017).
Las empresas mineras del país, debido principalmente a factores como la ubicación de sus faenas extractivas y el costo de mano de obra, establecieron eficaces sistemas de transporte que tienen por finalidad, que en lugar de la reubicación del trabajador y su familia a una localidad cercana al lugar de trabajo, el empleado pueda viajar constantemente al lugar de trabajo durante los días de labores y luego regrese a su ciudad de residencia durante un número de días de descanso. Las jornadas extraordinarias permitidas en la legislación vigente y los sindicatos mineros han facilitado enormemente la instauración de estos eficientes sistemas que benefician la continuidad operacional y abaratan enormemente los costos de las empresas de la gran minería.
Según datos del Observatorio Regional de Desarrollo Humano (ORDHUM) de la Universidad Católica del Norte (UCN), en la región de Antofagasta alrededor del 16% de su fuerza de trabajo total no vive en la región.
Datos del mismo estudio revelan que los trabajadores que realizan dicha conmutación tienen un 8,6% más de salario que el trabajador que reside en la región. A esta ventaja económica se le debe agregar el hecho de lo que significa para el trabajador ejercer su derecho a elegir dónde vivir, basándose en su propio interés y el de sus familias terminan radicándose en zonas con mayor calidad de vida, con todas las implicancias que ello acarrea para las economías locales, que no recogen impuestos locales sobre la vivienda, ya que se pagan en la región donde residen estos trabajadores. El mismo estudio liderado por Paredes, Soto y Fleming (2017) concluye que la principal preocupación para los gobiernos locales debería ser el efecto multiplicador perdido asociado con el gasto de los viajeros en la economía local o en la región de trabajo.
Con todo y hasta ahí, pareciera no haber duda alguna de nuestra tragedia. Ganan las mineras, ganan los sindicatos, ganan los trabajadores, gana el país. En el largo plazo pierden las ciudades pertenecientes a las regiones mineras y toda su población, pero al parecer es un costo que como sociedad debíamos asumir. O al menos hasta hoy.
Para disminuir los efectos de la tragedia de lo comunes, las sociedades han demostrado ser capaces de algo notable. Se pactan contratos sociales, se firman acuerdos comunitarios, elegimos autoridades e impulsamos leyes, todo para salvar a la comunidad de nuestros propios impulsos individualistas. Pero cuando ni la comunidad ni los gobiernos centrales ni el mundo privado modifican el status quo, sorprendentemente el balance igual se hace presente, tal y como su fuera un perfecto modelo sistémico en equilibrio.
En esta oportunidad, lo que no fue capaz de lograr la comunidad local ante el enorme poder e influencia de la gran minería y la indolencia de los sindicatos mineros, que a diferencia de sus pares del hemisferio norte no velan por las comunidades locales y solo se enfocan en intereses económicos y de corto plazo de sus asociados, la pandemia mundial por COVID-19 vino a hacer el trabajo que no pudieron lograr los otros actores comunes de la industria minera.
Según datos del Observatorio Laboral de Antofagasta, la conmutación afecta a cerca del 52% del empleo del sector minero, es decir, más de la mitad del empleo minero en la región no reside en ella. Al igual como está ocurriendo con las cadenas de abastecimiento en todo el mundo producto de la crisis económica y de salud por COVID-19, en Chile las mineras han visto afectadas sus dotaciones disponibles producto de las medidas de contención para la propagación del virus, y por el alto nivel de dependencia de personal foráneo, hoy la industria está al menos replanteándose la pertinencia de la conmutabilidad como pilar de sostenibilidad de la mano de obra del negocio minero. Empresas como BHP y su faena Cerro Colorado ya anunciaron en sus planes de restructuración dar preferencia a mano de obra local. Ante propuestas anteriores sin éxito de eliminar los turnos 7×7 o de exigir solo mano de obra local por parte de algunas autoridades, pareciera ser que el apalancamiento de las comunidades y de la autoridad local ante este efecto se presentan como excelentes oportunidades de creación de valor para la zona, por ejemplo en la intensificación de mano de obra calificada, a pesar del difícil contexto actual. La pregunta que surge es si esto se debe realizar mediante autorregulación de la propia industria o por regulación de la autoridad.
Quizás la solución a este dilema se encuentre en los mismos principios del planteamiento original. Este influyente ensayo había permitido durante mucho tiempo el consenso entre los economistas sobre el uso (o abuso) de los recursos que inevitablemente terminan en una sobrexplotación y que en el largo plazo se destruyen o terminan agotando. Pero al mismo tiempo los economistas diferían en la solución: unos decían que se debe entregar el control al gobierno central, mientras que otros afirmaban que lo mejor es privatizar.
Fue la norteamericana Elinor Ostrom, la única mujer ganadora del Nobel de Economía, quien escribió en 1986: “Estoy en desacuerdo con la presunción de que la administración del gobierno central o los derechos de propiedad privada son la única manera de evitar la tragedia de los bienes comunes”. Ostrom demostró que cuando los usuarios utilizan los recursos en forma conjunta, con el tiempo se establecen reglas sobre cómo deben ser cuidados y utilizados de una manera que sea económica y sustentable.
En esta nueva economía que debemos crear en un mundo post pandemia, quizás ha llegado el momento de que la industria minera y sus grupos interesados generen las instancias de diálogo pertinentes para que nuestras comunidades se desarrollen de una manera más consciente con los impactos que genera en su entorno cercano, con proyectos autorregulados donde se cuide tanto lo individual como lo colectivo. Está claro que esto no es fácil y no siempre lo hemos hecho bien, no obstante la comunidad tiene las herramientas para alcanzar un buen equilibrio si tiene la capacidad de aplicar una de las lecciones de Hardin: cuando se trata de la tragedia de los comunes, lo que es bueno para todos, es bueno para cada uno de nosotros.